Comprender con palabras la importancia de la dinastía Castilla en la música vallenata puede resultar equívoco si no se traduce en sentimiento. Memorable estirpe de cajeros que con golpes de tambor anunciaron el suceso de grandes obras poéticas en una cultura voceada paso a paso en los caminos que abrieron sus historias. Si al forjar la vida de sus pueblos la huella del vallenato fue encaminada en sus versos, seguidos por su ritmo, armonía y melodía.
Al tenor literal serían las mismas letras que se cantan en otras músicas, pero su real significado está grabado vivo en sus canciones, igual que el mensaje secreto que escriben los enamorados en una carta, que solo podrá entender quien lo vivió. Es así el vallenato: no se escucha se vive; como los amantes se aprestan al amor después de sentir cadenciosas palabras que armonizan sus vidas.
Esa fuerza universal del amor que sentimos singular, residida en un corazón popular que nos hermana con su música, se guarda inmanente en el pecho sonoro de la caja vallenata. Esta afirmación, que podría entenderse como una metáfora exagerada, puede narrarse vívida en la historia cantada del vallenato.
Imaginemos al viejo vallenato recién nacido en su cuna geográfica, en medio de las montañas que lo sumían en la hondura existencial de un océano de tiempo, vertido en rayos del sol el mar de su cielo, anclado en la tierra de sus ancestros, mirando a su alrededor el horizonte que le fijaba el límite de su destino.
Desde aquel momento laudatorio en que Valledupar recibe el bautismo en el acta de fundación católica signada por el conquistador Hernando de Santana, el 6 de enero de 1550, consagrada a los Santos Reyes. En ella se rescata el mundo que se sepultaba, descrito en la crónica de indias de Juan de Castellanos, señoreado por el Cacique Upar en el país indígena de los Chimilas, sobre el que se levantaría la ciudad colonial puesto su nombre, cuyos dominios en el mapa histórico abarcaban el centro de la Guajira hasta el río Magdalena, y desde la Sierra Nevada de Santa Marta hasta la serranía del Perijá, pero su jurisdicción cultural tenía los límites que alcanzaba la palabra, conservado su epicentro en el lugar de habitación del Cacique de la junta de las aldeas sembradas en sus heredades.
Otro lugar de la simbiosis cultural, llamada con eufemismo “La Conquista”, en la que chocan y se amalgaman tres continentes que crean nuestra América: los nativos prehispánicos avasallados, la africanía subyugada en su humanidad primordial, la Europa dominante de la España virreinal asentada en sus colonias.
Significado especial tendría el fenómeno ocurrido en el valle del cacique Upar. Llegados los nuevos habitantes del viejo mundo, traídos los negros esclavos del África libre y desarraigados los nativos de su propia tierra, enclaustrados entre paredes de su régimen montañoso, sin lontananza del mar, para esta especie de náufragos terrenales (vallenatos sin ballena) la sobrevivencia existencial era aferrarse a un diálogo balsámico que los inspiró crearse su propio mundo.
Desbrozando los caminos del andar a encontrarse consigo mismo en su nueva vida crece la personalidad cultural habitante en esa provincia. La misma realidad resucitó el fantasma errante del viejo juglar que guía los primeros pasos del pueblo infante que nace en la Tierra. Así comienza esta historia, trasmitida voz a voz, apegada al acontecer diario, detallando cada rincón de la cotidianeidad.
Integrar tres mundos disímiles en su cosmovisión se haría posible en el idioma universal de la música, en clave de amor, tocados por el lenguaje intangible de la poesía; el tambor contendría el corazón agitado por la pasión, la guacharaca las acezantes caricias de los amantes, el acordeón la melodía de las palabras por cuyo encanto terminaron haciendo el mestizaje y crearon el vallenato.
Persiste la discusión entre académicos por darle un lugar en el tiempo al nacimiento del vallenato, vieja ilusión de encontrarle un hogar a un hijo perdido y vagabundo. Una música deambulante en los caminos de la oralidad no depende de los instrumentos que la llevan consigo, pero sí deben transmitir con exactitud el sentimiento grabado en las letras de sus canciones.
Siendo así, es espurio otorgarle la paternidad del vallenato al acordeón, cuando a su llegada ya existían instrumentos autóctonos que despertaban con música la naciente creación fruto del árbol genealógico de la tradición oral.
Igual consideración con la guitarra, o cualquier instrumento que acompañe la aventura trashumante del vallenato, porque es una música digitada en notas literales de voces castellanas conjugadas con lenguas vernáculas que forjaron la idiosincrasia de sus pueblos al filo de la palabra.
Historia sentimental de la caja vallenata
Con rigurosa inutilidad intelectual se ha querido demostrar la inclusión musical del tambor en nuestro continente, antes de la presencia africana. De ser así lo único que se probaría es que el espíritu de África ha viajado intacto por todo el mundo, desde la primera diáspora en que los descendientes de la Eva negra, nuestra madre evolutiva, hace 80.000 años iniciaron la aventura del poblamiento de la Tierra, hasta el arribo hace 20.000 años, por el estrecho de Bering, de quienes bajo sus pies descubrieron la postrera América.
El tambor toca el tam tam trascendental de la existencia humana, como el niño que compone su ser en el vientre materno, para comunicarse desde la madre Tierra con todo el universo, ansioso por llegar a encontrarse con su dios.
Asombra que, a una aldea de un suburbio cerrado por montañas en un continente inexplorado, habitado por una comunidad nativa olvidada por la historia, llegara cautivo el sentir de la África materna, conservado el corazón primigenio del ser humano en cada latido del tambor que acuña la razón natural sin palabras.
Y más asombroso que el vallenato conserve, como pieza antropológica musical, ese corazón de la humanidad en la caja vallenata, para contar su propia historia, verso a verso, en cuyas letras el golpe de tambor da fe que la verdad sea dicha.
De suyo, eso hace creíble al vallenato, la sinceridad del sentimiento latente guardado en la caja. Una verdadera canción vallenata se siente en los pálpitos del tambor, y si la letra dice lo no sentido no tiene sentido, porque tiene que estar hecha de corazonadas. Incluso la buena interpretación del acordeonero viene en las pulsaciones marcadas desde el corazón del tambor.
Así, la historia renace en la planicie del gran valle bautizado con el nombre del cacique Upar, como un cuero lucio curtido al sol, templado en sus montañas, reverdecido por la resonancia magnífica de un inmenso tambor; tal es la magnitud sentimental del corazón palpitante en la caja torácica del vallenato.
Dinastía Castilla
Por esas sabias coincidencias del destino, si quisiéramos definir la personalidad del vallenato la encontraríamos configurada en el rostro de la dinastía Castilla. Desde el pasado milenario, sus hombres bien podrían ser el aborigen de los pueblos originarios náufrago en la balsa de su continente, el día que fue descubierto en los mares de otra historia. De piel tostada por el sol dorado y adorado en sus reinos espléndidos, cejas emplumadas, hoy conservan ese ser primordial y cerrero por cuya forja y templanza se crea y preserva una cultura.
Hoy encarnan el mestizaje fundido en el calor del valle. El indígena cuya sabiduría natural se guardó en un silencio reflexivo, refugio en dónde escapar de la barbarie, con la malicia para renacer en el arte; los sonidos vitales de la humanidad parida en África, en los latidos del tambor resonantes en el vientre de la Tierra; el lenguaje engolado del conquistador, antes de hundir la espada. Como reflejo, Castilla denomina el reino que concitó a las naciones hispánicas, en lengua castellana, donde se fraguó la aventura que encontró lugar al nuevo mundo.
Todas las narraciones que recorrieron el valle se perderían en el olvido si no siguieran el marcapasos en el corazón del tambor. En la tradición vallenata la dinastía Castilla ha sido esa guía tamborileada para que no se pierda su origen. La memoria de esta saga de vallenatos legendarios nos recuerda a María del Rosario Castilla en el siglo XIX, renombrada cantadora en las fiestas de la provincia segregada en la Colombia esclavista, entre palenques de negros fugitivos, libres en las “tamboras” que resonaban el curso del río Magdalena, cuyos golpes de pasión se acompasaron con cautivantes melodías de flautas indígenas. De ellos nacieron, entrelazados en la danza, el pajarito, la gaita, la cumbia, las colitas, el pilón; aupados por los ritmos lugareños hermanos, chandé, bullerengue, mapalé, chalupa, chicote, tamborera, por toda la provincia enclavada en el gran valle, autóctonos o llegados parientes de la pródiga familia musical del caribe.
Del diálogo entrañado de sus ancestros musicales nace el vallenato, el hijo menor, labrado en la huella digital del acordeón. Sus letras trasmiten la historia de sus padres, su espíritu andariego y su errancia juglaresca, reflejados en un espejo del tiempo en qué mirarse sus generaciones en una identidad.
Esa conversión de profundos sonidos en composiciones literarias se dio en el cantar vallenato, su lugar poético se describe en las letras que cuentan las costumbres del gran valle. El tambor que hace sentir el sentimiento desnudo se vistió con el ropaje de bellas melodías. La caja vallenata tendría que guardar entre las piernas el secreto del mensaje, como aquel que ansioso toca en el umbral de la felicidad para que le abran las puertas al amor.
Para seguir su sendero el vallenato necesitaba un mensajero que llevara por sus venas el fervor de sus mensajes hasta entregarlos en sus manos. Ese pionero emblema de autenticidad se fundó en el nombre de Cirino Castilla, nieto de María del Rosario Castilla, un hombre con cuerpo de roble y manos de leñador, con cejas tupidas fruncía la mirada celosa de un vigía, creó el alfabeto de los ritmos vallenatos en tres golpes de caja: canto, medio y fondo.
De tal manera, la caja que habría de tocar la armaba con materiales que bien harían una choza en el viejo valle. La madera covada del tambor tenía que ser de árbol volador, levantado del suelo al cielo de Valledupar. De las orillas de los ríos Guatapurí y Cesar recogía el bejuco melero, resistido a todas las corrientes, con qué amarrar el aro que sostenía el cuero, el cual templaba con la menea, de cabuya entrelazada de fique. El cuero, curtido con cenizas de leña, tenía que ser de chivo joven; decía que daba unas nalgadas vibrantes, porque ya viejo aquejaba la dureza de resabios y la bravura del sonido se apagaba pronto.
En la teoría sonora del viejo Cirino, cuentan sus hijos, una caja hecha por sus manos era para ser escuchada en todo el valle; quizás se refería a los cuatro barrios que hacían el Valledupar de entonces: Cañahuate, El Carmen, Cerezo y La Garita; pero su fama se extendía allende, con la magia de sus golpes multiplicados, porque su casa se tornó la estación donde llegaba todo el que pasaba por la cultura vallenata; entre sus memorables visitantes: Leandro Díaz, Rafael Escalona, Alejo Durán, Gabriel García Márquez, Alfonso López Michelsen, Fabio Lozano Simonelli, Luis Enrique Martínez, Colacho Mendoza, Miguel Yaneth, Emiliano y Moralito, tenían asiento en sus interminables parrandas.
El vallenato no se había estacionado en la casa muelle del gran Cirino, era el solar de los juglares, ya que la juglaría había pertrechado el equipaje para seguir su viaje hacia su destino de improviso. Lo que hizo el sabio maestro fue interpretar el momento histórico. Si la música se ofrecía en flautas, maracas y grandes tambores de doble parche con palitos, para animar las fiestas locales de los pueblos, tal como retumbaba en el baile de las colitas, se requería un instrumento portátil que fuera de las manos con el acordeón al pecho en sus correrías. Entonces se le ocurre convertir el grandioso tambor africano en la pequeña caja de resonancia del sentimiento vallenato concentrado en sus versos literarios.
Significó Cirino Castilla quien definió el alfabeto rítmico vallenato, marcado en los tres golpes: canto, medio y fondo; multiplicados en los compases de la caja, pilar estructural sobre el que se construye la percusión vallenata. Tal prodigio musical lo había alcanzado, de manera análoga, Francisco “Chico” Bolaño, en el acordeón, al definir los cuatro aires vallenatos: son, paseo, merengue y puya; en sus acordes de notas altas y bajos, la base armónica de la melodía y el ritmo vallenato.
Tal sería su destino mítico que lo llevaría a la consumación ritual, ante su pueblo, en el Festival consagratorio de los juglares, en la plaza que erige el templo de evocación a Francisco el Hombre, protagonista de la Leyenda Vallenata en que venció en un duelo de acordeón al diablo. En el epicentro de la feroz competencia, acompañando al legendario gallo de piquería Emiliano Zuleta, se dio la muerte el gran Cirino Castilla en 1972. Como si se tratara de un sagrado sacrificio Azteca, tomado por la pasión del vallenato que palpitaba en sus manos, el hombre ofrendó su corazón a la inmortalidad de la deidad de su nombre.
De su estirpe nacieron diez hijos, tres multiplicarían los dones de sus golpes consagrados:
Jose del Carmen, fue un connotado baterista y trompetista de la otrora famosa orquesta Los Hermanos Martelo.
Dimas, se perdió en los vericuetos de su genialidad; tocaba caja, batería, tumbadora, timbales, bongoe, acordeón y cantaba; anduvo con las mejores orquestas del momento, la Tropi Bomba, la del maestro Pedro Salcedo, la del célebre Lucho Bermúdez, hasta despertar interés en La Sonora Matancera, con la que alcanzó a tocar. Asombra que un hijo de la provincia vallenata llegara a Bogotá a ser figura central de exclusivos grilles; sobre todos el Jacaranda, visitado por honorables señores en fuga, donde tocaba batería en jazz. Pero el ardor de la vida le arrebató de sus manos prodigiosas el ritmo monótono de la cordura.
Rodolfo, tocado tan bien por el genio de su padre, ha significado tanto en la historia musical del vallenato que su nombre ha escrito una historia particular.
Con ellos se ramifica el árbol frondoso de la dinastía Castilla, en una secuencia interminable de fructíferos músicos que han surtido el mercado de agrupaciones en el concierto de la fiesta vallenata; se destacan:
Jose del Carmen jr., el gran “Tito” Castilla, testimonio musical de la vida y obra del inmortal Diomedes Díaz, con quien participó en tantos celebrados eventos.
También hijos de Jose del Carmen; Danny José “Dany”, Elías Alberto “coyote” y Juan Esteban, todos maravillosos cajeros y tamboreros de festivales y carnavales, partícipes de los mejores conjuntos en Valledupar, Barranquilla y Bogotá.
Tomás Rodolfo “el mono” Castilla, cajero de planta en la parrilla internacional de la agrupación de Jorgito Celedón, es hijo de Rodolfo Castilla.
Rodolfo Castilla: la modernidad ancestral de la caja vallenata
Mencionar su nombre retumba un eco en el ámbito del gran valle abrazado por un silencio reverencial. Cualquier lugar que lo encuentre multiplica los saludos de quienes advierten la presencia del maestro, “Rodo” “Rodo” “Rodo”, como si se tratara de un aplauso a voces. El mismo sentimiento que explota en paroxismo entre la multitud, al ver su chamán plumas blancas, alucinados por sus actos de prestidigitación con el tambor que convoca a la tribu.
Rodolfo Castilla Polo, nacido el 5 de mayo de 1946 en Valledupar, conjuga el ser vallenato en todos los tiempos; pasado ancestral, presente moderno y futuro inmortal. Hijo del grande Cirino Castilla, creador de la caja vallenata moderna, y Rosa María Polo, nacida en Concordia–Magdalena, tierra de tambores y tamboras turgentes en sus venas, la misma sangre historial de Juancho Polo Valencia.
Si el fundacional Cirino Castilla armonizó el canto tradicional vallenato, al definir el abc de la percusión en tres golpes (canto, medio y fondo), que diera profundidad sonora a la literalidad de la canción; a Rodo se le reconoce haber revolucionado, desde el ritmo, improvisados círculos armónicos en el vallenato, para desatar fugas melódicas que agregaran significados musicales a su tenor literal.
Su rebeldía creativa casi le cuesta la excomunión del padre, el consagrado Cirino, quien no le perdonaba que no siguiera su dogma interpretativo. El niño Rodo acostumbraba tocar la caja en descanso en el “canto”, por lo que era reprendido con sentencias terminantes con las que no se podía jugar, “la caja no se toca así” “no sabes tocar eso”, ya que en el “fondo” los golpes de la caja solo debían acompañar la ejecución melódica ceñida a la composición literaria.
Solo la gracia musical recibida del padre Cirino lo puso a salvo de sus sermones. Y la crianza con su hermano Dimas, cuya virtualidad de rey Midas le hacía convertir en instrumento músico cualquier utensilio doméstico que tocara. Ellos, en complicidad con el mayor Jose del Carmen, conformaron una banda con las ollas, tapas, cucharones y demás peroles de cocina que le robaban a diario a su mamá, Rosa María, amante innata de la música, los que tocaba recuperar con regaños operáticos para disponer la preparación de las comidas.
Con esos juegos infantiles descubrieron, como nueva generación, la dimensión de la música del caribe cuyos aires se metían por la ventana de la radio, abierta en su casa: los sones cubanos, los merengues dominicanos, la salsa, mambo, merecumbé, las grandes orquestas venezolanas y colombianas; para no quedar circunscritos entre los juglares vallenatos que se encontraban en su casa y llevaban sus versos como una costumbre narrativa obediente a la tradición oral.
Los caminos de la vida se hacen distintos aun viajando hacia el mismo destino. Dimas, fue el preferido porque tocaba igual a su padre, quizás para complacerlo y liberar su don multifacético. Rodolfo, era castigado con nalgadas de tambor por su desacato musical, ya que atinaba el “canto” o “borde de aro”, sin corresponder al “fondo” del asunto, en que se deposita la profundidad de la canción.
Alguna vez Gabriel García Márquez aventuró guiar a los niños por los caminos perdidos de la creatividad: “en lo único que no deben obedecer a sus padres es en la forma de escribir”; consejo literario que se hace eco en las demás artes.
Al principio su desobediencia no obedecía a una razón como tal, pero seguía el primer impulso insondable que comprende el arte: hacer la obra como se siente.
Pasaría un buen tiempo para que entendiera su misma revolución causada en la historia del vallenato. El genio indomable que a Dimas lo hizo adentrarse en la conquista de distintos territorios musicales, despertaría en Rodolfo el sueño de verter esos sonidos relucientes del caribe en la caja del valle del cacique Upar, que dieran esplendor a las historias que se cantaban en la tierra del olvido.
Fascinado por “La Sonora Matancera”, “El gran combo de Puerto Rico”, “Ricky Rey & Boby Cruz”, las cuerdas del “Trio Matamoros”, “Pacho Galán”, “Lucho Bermúdez”, y toda la constelación de grandes orquestas que se escuchaban en el meridiano del caribe, intentaba replicar esos acordes en la caja vallenata.
Afincado en su sentir musical, hasta crear su versión de la percusión, se hizo maestro Rodolfo Castilla, quien se dio a explorar armonías distintas en el vallenato, para que su interpretación no quedara ajustada a su expresión literaria.
A partir de él se suma cualquier adaptación a la estructura interpretativa del vallenato, incorporados los instrumentos de viento, cuerdas y electrónicos, una vez abierto el espacio a los giros armónicos, con esos cortes rítmicos que invitan al acordeonero a realizar sus digresiones de notas en la ejecución de la melodía de la canción, matizando las emociones contenidas en su letra.
Esa revolución en armonía desarrolló la noble competencia musical entre los acordeoneros, pilar fundamental del Festival Vallenato que los consagra, ya que antes las disputas eran más literarias, basadas en la piqueria de versos, incluida la Leyenda Vallenata, en la que Francisco el Hombre derrota al diablo cantándole el Credo al revés. Será la razón profunda por la que el pueblo corone a Rodo con los mismos honores que al más connotado rey vallenato.
Gracias a su legado, la vida de Rodo está ofrendada a los grandes momentos del vallenato. No sin antes, en la mocedad de la vida, seguir los pasos del renombrado Dimas por los mejores grilles de Bogotá en los maravillosos años 60, realizado su sueño increíble: recibir en sus oídos atentos, rubricados por sus ídolos, los aires viajeros que escuchaba de niño en el radio de Valledupar.
A partir de allí, su gran historia inicia con la inolvidable agrupación “Los playoneros del Cesar”, convocada por su padre Cirino junto a los cimeros músicos Ovidio Granados, Miguel Yannet, Adán Montero, con la que hizo su primera grabación.
A renglón seguido escribió un capítulo memorable con Nicolás “colacho” Mendoza, con quien realizó tres trabajos discográficos, de cuyas grabaciones aún se resalta, como hito de modernización, la interpretación de la pulla “Cuando el tigre está en la cueva”, en la que Rodo lleva la ejecución atildada ‘a borde de aro’, dándole el mismo tono de picaresca al ritmo de la letra, algo impensable en la ortodoxia de la percusión tradicional y obediente, cuyos dogmas había fijado su venerable padre.
Tiempo seguido sobrevino la época dorada de la discografía vallenata, las décadas 70 y 80, con toda la madurez musical y literaria que conquistó cualquier territorio, allende las fronteras de las montañas, que alcanzara a escuchar el eco de las narraciones que cultivaron un arte campesino en el valle del cacique Upar.
En medio de la eclosión que produjo el vallenato en toda Colombia, el epicentro de su percusión era Rodolfo Castilla, cuya repercusión llegaba a las nuevas generaciones al oír al gran maestro, quien sacó a flote la profundidad sorda en que se mantenía sumida la música sonada en el valle de Upar, para traerle el colorido irisado del “canto” del tambor en una fiesta en la playa del Caribe.
Fue tal su influencia que, al no tener la ubicuidad para atender el pedido de su presencia en los grandes conjuntos que lo clamaban, tocaba por períodos y en grabaciones acompañarlos a todos. Los Hermanos Zuleta, Jorge Oñate, Diomedes Díaz, Binomio de Oro, Los Betos; en los recientes años Martín Elías y la nueva ola de vallenatos; se liaron a los golpes de Rodo para ganar la contienda musical.
Esa facultad de multiplicarse con sus manos le libró el remoquete “el pulpo de la caja”, su sello artístico, improvisado en el asombro de una grabación en la voz inmarcesible de Jorge Oñate.
La amplificación instrumental que logró el vallenato a partir de la revolución rítmica que causó Rodo, dio el salto a los grandes escenarios, frente al gran público, antes reservados a las orquestas. Se superó así el prejuicio de ser música sosa para extraños que no sentían sus historias. Entonces se hizo bailable, cuyo espíritu romántico a flor de canto, con un baile sensual y compenetrado, terminó por influir con su poética en las músicas del caribe que lo habían influenciado.
La incorporación de componentes rítmicos que trajo rodo de la percusión orquestada, al poner las tildes del “canto a borde de aro”, tal el bongoe y los timbales, sobre el “fondo” que entraña los golpes profundos de los grandes tambores, tal la tumbadora, dio vuelta a las expresiones de lenguaje corporal en el vallenato, ya que esos sonidos habían quedado subsumidos en la caja “cerrada” tradicional, limitada a acompañar el mensaje de la canción interpretada en acordeón, cuyo auditorio privado era el ritual contemplativo de la parranda.
Toda la explosión de la revolución rítmica causada en el vallenato se ve resumida en el famoso video en K-Z en que carga al niño Iván Zuleta en la introducción magistral de “Manguito biche”. Allí el director de orquesta es Rodo, marcando el tiempo con sus golpes de caja y la clave en palmas, los discípulos músicos lo observan atentos para entrar al círculo armónico y amplificar los acordes que traza el maestro. Lo demás es la sonrisa satisfecha de Diomedes que ve cómo le entrega el público en éxtasis en sus manos.
Así, cuando la Orquesta Filarmónica de Colombia se propuso eternizar los aires vallenatos en expresión sinfónica, para grabar una música cantada de manera callada tendrían que trasmitir sus mensajes en las voces secretas del tambor; por ellos debían seguir las orientaciones del sabio de las montañas del valle.
Valledupar es un milagro tangible de la poesía, cuya palabra creó su realidad. Todas las narraciones que levantaron la ciudad crearon un nuevo mundo en el valle del cacique Upar. Es el mundo poético del vallenato. Un río de canciones nos trae el rumor de viejas voces de un tiempo inmemorial, cuyo pasado se hace presente en su tradición oral. La vida de tantas generaciones no hubiera trascendido a la historia si no palpitara con la fuerza del corazón del valle. Ese sentimiento se conserva en la caja vallenata y ha sido la dinastía Castilla la salvaguardia de ese lenguaje profundo que comprende el vallenato. Cuando vemos caminar a Rodolfo por los caminos del valle, al ritmo de las voces que lo aclaman “Rodo” “Rodo” “Rodo”, sentimos por él la armonía de nuestra identidad.
RODRIGO ZALABATA VEGA
E–mail: rodrigozalabata@gmail.com